Nació en Dôle,
Francia en 1822. Su padre había sido soldado de Napoleón. Al dejar el ejército
puso una curtiduría y en ella transcurrió la infancia del pequeño Luis (Louis
en Francés). Tal vez por esta circunstancia al llegar a mayor eligió la carrera
de químico. Pero Pasteur estaba llamado a lograr la gloria en el campo de la
medicina. Por eso, aunque no fue un médico, frecuentemente se le cita entre los
más grandes médicos que han existido.
No puede darse
vida más laboriosa y fecunda que la suya. Solía decir que el único secreto de
su ciencia estribaba en su divisa: "Trabajar, siempre trabajar".
Murió en septiembre de 1895, pero su obra vive en las vidas de las gentes
curadas gracias a sus descubrimientos (Fragmentos de "El Tesoro de la Juventud", Tomo X, P: 288-291,
W. M. Jackson, 1965, México).
>>>El siguiente gran
extracto fue tomado de: Kruif (Paul de), quien nació en 1890 en Michigan, E.
U., descubridor del antídoto contra intoxicaciones por gases asfixiantes en la
primera guerra mundial, realizó experimentos en el Instituto Pasteur, en
el Rockefeller, en el de Dijón, director de los periódicos Christian
Herald y Stanley High, organizador de los programas culturales de la
Natnl. Broadcasting Comp., autor de "Los
Cazadores de Microbios" (que en su pórtico a la edición del IPN
dice: "las sólidas bases logradas por aquellos tenaces genios que llenaron
sus vidas de fe, de constancia y de honradez, hombres que sólo con su fe
lograron identificar y abatir a los microorganismos nocivos, su sola lectura
nos conmueve y anima), obra en la que se dedican dos capítulos, de los doce en
total, a Luis Pasteur: p: 42-78 y p. 106-134, en la edición del Instituto
Politécnico Nacional (IPN), 1996, >260 p. México:
IV.
Pasteur demostró
ser mucho más útil que Leeuwenhoek y que Spallanzani, puesto que realizó
magníficos experimentos y poseía, además, un arte especial para presentarlos de
manera que interesasen vivamente a todo el mundo.
A estas alturas
se enfrentó Pasteur con una pregunta ineludible, una cuestión muy añeja que
tarde o temprano había de surgir: ¿De dónde proceden
los microbios?.
Pasteur, lo
mismo que Spallanzani, no podía admitir que los microbios procediesen de la
materia inerte de la leche, o de la manteca. ¡Era
seguro que los microbios debían de tener progenitores!. Pasteur era un
buen cristiano, y aunque es verdad que vivía entre los sabios escépticos de la
margen izquierda del Sena, no le afectaban en lo más mínimo las dudas de sus
colegas. Empezaba a estar de moda la Teoría de la Evolución, ese
mitológico poema que nos pinta a la vida así: "como partiendo de una
sustancia informe, un limo vaporoso en estado de agitación desde hace millones
de años, que va resolviéndose en una ordenada procesión ascendente de seres
vivos hasta llegar al mono y, por último, como si fuera el paso triunfal, al
hombre". En la Teoría de la Evolución no es necesaria la existencia
de un Dios para iniciar este desfile ni para dirigirlo; las cosas simplemente
sucedieron así: "así no más por sí solas", decían con altivos aires
de suficiencia los nuevos filósofos evolucionistas sin Dios.
Pero Pasteur
replicaba:
"Mi convicción viene del corazón y no de la inteligencia;
me entrego a aquellos sentimientos acerca de la Eternidad que surgen
naturalmente en mí... Hay algo en lo profundo de nuestras almas que nos dice
que el mundo debe de ser algo más que una mera combinación de hechos, debida a
un equilibrio mecánico surgido simplemente del caos de los elementos, por una
acción gradual de las fuerzas materiales".
Siempre fue un
buen cristiano.
Repitió el
antiguo experimento de Spallanzani, para lo cual se procuró un matraz esférico,
en el que introdujo caldo de cultivo, cerró a la lámpara el cuello del matraz y
terminó hirviéndolo durante algunos minutos, los microbios no se multiplicaron
en el matraz.
"Pero al
hervir el caldo ha calentado usted el aire del matraz, y lo que aquél necesita
para poder engendrar animalillos es aire natural. De ponerse en contacto el
caldo de cultivo con el aire natural, no dejan de aparecer levaduras, mohos,
vibriones o animalillos" - decían desde sus despachos, cómodamente
sentados, los partidarios de la generación espontánea, los evolucionistas, los
botánicos incrédulos, todos aquellos hombres sin Dios vociferaban, pero no
hacían ni un solo experimento.
Pasteur, metido
en un embrollo, trataba de inventar un procedimiento que le permitiera tener
juntos: aire no calentado y caldo de cultivo hervido, y conseguir, no obstante,
que no se desarrollasen las criaturas subvisibles. Realizó innumerables tanteos
que resultaron ser otros tantos fracasos, poniendo al mismo tiempo buena cara a
los príncipes, profesores y publicistas, que por aquel entonces acudían en
tropel a contemplar sus experimentos.
Las autoridades
académicas lo habían enviado a un pequeño edificio compuesto por cinco
reducidas habitaciones, situado a la entrada de la Escuela Normal. Actualmente,
los grandes institutos no considerarían apto aquel edificio ni para alojar los
conejillos de indias; pero allí fue donde Pasteur emprendió su famosa aventura
para demostrar la falta de fundamentos de la creencia de que los microbios
podían nacer sin tener progenitores... sus experimentos iban siendo menos
claros y más fáciles de discutir. Pasteur estaba en un atolladero.
En estas
circunstancias, llegó un buen día Balard (Antonio Jerónimo Balard, 1802-1876)
al laboratorio de Pasteur. Balard, que había empezado su carrera como
boticario, era un original; había asombrado al mundo científico descubriendo el
bromo (1826), pero no en un laboratorio bien pertrechado, sino en el mostrador
de una botica, descubrimiento que le había valido la fama de que disfrutaba y
el ser nombrado profesor de química en París. Balard no era hombre ambicioso,
no sentía deseos de realizar todos los descubrimientos posibles en el mundo;
haber descubierto el bromo era bastante para la vida de un hombre; pero le
gustaba husmear lo que sucedía en los laboratorios de los demás:
"Dice usted que se encuentra en un atolladero, que no ve
manera de llevar adelante sus experimentos... Mire usted, ni usted ni yo
creemos que los microbios nacen espontáneamente en el caldo; los dos creemos
que caen o se introducen con el polvo contenido en el aire... Debe conseguir
que en el matraz no pueda penetrar el polvo pero sí el aire... - replicó el ya
olvidado Balard - Tome usted un matraz esférico, ponga dentro el caldo, ablande
a la lámpara el cuello del matraz y estírelo hasta que se convierta en un tubo
muy delgado, que encorvará usted hacia abajo, imitando el cuello de un cisne en
actitud de sacar algo del agua". Y Balard le hizo un dibujo.
Pasteur se dio
cuenta, instantáneamente, de la magnífica sencillez de aquel experimento
inobjetable:
"Claro, de esta manera los microbios no podrán caer en el
matraz, porque el polvo al que van adheridos no puede, naturalmente, caer hacia
arriba. Es asombroso; ahora lo comprendo perfectamente" - respondió
Pasteur.
En aquella época
ya tenía Pasteur mozos de laboratorio y ayudantes, a los que ordenó preparasen
a toda prisa los matraces. Momentos después se oía en el laboratorio el zumbido
ensordecedor de los sopletes. Él mismo se entregó con todo ardor a la faena:
puso caldo de cultivo en matraces, fundió y estiró los cuellos, encorvándolos
hacia abajo, dándoles formas de cuellos de cisne, rabos de cerdo, coletas de
chino y otra media docena de aspectos fantásticos. Hirvió a continuación los
matraces con el caldo para expulsar el aire que encerraban; y al dejarlos
enfriar, el aire que penetró era aire sin calentar, perfectamente limpio.
Colocó los
matraces en la estufa de cultivo, y tiempo después, comprobó como todos y cada
uno de los matraces de cuello encorvado en los que había hervido el caldo de
cultivo permanecían perfectamente transparentes, no había en ellos ni un sólo
ser viviente, y así siguieron al día siguiente y al otro. No había duda de que
la generación espontánea era un disparate.
"¡Qué
experimento tan magnífico he realizado!. Demuestro con él que
es posible abandonar cualquier caldo de cultivo después de haberlo hervido, y
que es posible dejarlo en contacto con el aire exterior sin que en él se
desarrolle nada, siempre que penetre el aire por un tubo estrecho y encorvado"- señaló Pasteur.
Cuando Balard
volvió por allí se sonrió al referirle Pasteur el resultado del experimento, le
dijo Balard:
"¡Ya me figuraba yo que todo marcharía bien!. Comprenderá
usted que, al penetrar el aire a medida que va enfriándose el matraz, el polvo
y los gérmenes que éste arrastra entran por el cuello angosto, pero quedan
retenidos por la humedad de sus paredes. ¿Cómo se comprueba esto?. Tome usted
uno de esos mismos matraces que ha tenido en la estufa de cultivo tantos días,
un matraz donde no hayan aparecido seres vivientes, y agítelo, para que el
caldo moje la parte del tuvo estirado en forma de cuello de cisne. Vuélvalo a
meter en la estufa de cultivo y mañana por la mañana, encontrará usted
enturbiado el caldo por grandes colonias de animalillos, hijos de los que
quedaron adheridos al cuello del matraz".
Pasteur siguió
estas instrucciones, y todo salió según había predicho Balard. Poco después, en
una brillante reunión, para asistir a la cual los personajes destacados de
París se disputaban las entradas, refirió Pasteur en términos elocuentes el
experimento que había llevado a cabo con los matraces de cuello de cisne:
"Jamás podrá rehacerse la doctrina de la generación
espontánea del golpe mortal que le he asestado con este sencillo experimento"
- declaraba Pasteur.
Pasteur ideó mas
tarde un experimento que, a juzgar por los documentos de aquel tiempo, fue suyo
exclusivamente, un gran experimento semipúblico que implicaba tener que
atravesar Francia en tren, un ensayo que le obligó a deslizarse por los
glaciares. de nuevo se convirtió el laboratorio en una baraúnda de matraces,
ayudantes atosigados, cristalería tintiniante y burbujeantes calderos de caldo
de cultivo... Mientras hervía el caldo estiraron los cuellos de los matraces a
la llama azul del soplete, hasta que quedaron cerrados (esta vez no era curvear
sus puntas como cuellos de cisne, sino simplemente sellarlos, para luego
abrirlos, dejando fácil el paso del aire y sus partículas de polvo). Cada uno
de aquellos matraces, que formaban un regimiento, contenía caldo y... el vacío.
Pertrechado de
docenas de estos matraces, que eran objeto de su constante preocupación, dio
comienzo Pasteur a sus expediciones...
"De los diez matraces que abrimos en las cuevas del
observatorio, hay nueve perfectamente transparentes, sin un solo microbio.
Todos los que abrimos en el patio están turbios, llenos de colonias de seres
vivos. Es el aire el vehículo que los lleva hasta el caldo de cultivo; entran
con el polvo del aire" - dijo Pasteur a sus ayudantes.
Recogió los
matraces restantes y tomó el tren; era la época de las vacaciones de verano,
cuando descansaban los demás profesores. Fue a su casa natal, en las montañas
del Jura, y trepó al monte de Poupet, en donde abrió 20 matraces; después a
Suiza y, arrostrando peligros, dejó penetrar, silbando, el aire en otros 20
matraces en las faldas del Monte Blanco, y encontró, como esperaba, que cuando
más se elevaba, menor era el número de matraces enturbiados por las colonias de
microbios.
"La cosa está resultando como debe de ser - exclamó
- cuanto mayor es la altura y más puro el aire, hay
menos polvo y menor número, por lo tanto, de microbios, adheridos a las
partículas de éste".
regresó a París
entusiasmado y comunicó a la Academia, aportando pruebas que asombrarían a
cualquiera... llegó a ser un compositor de investigaciones épicas, el Ulises de
los cazadores de microbios, el primer aventurero de aquella edad heroica...
Pasteur
triunfaba muchas veces en sus discusiones merced a sus experimentos decisivos,
que convencían a todo el mundo; pero algunas veces sus victorias fueron debidas
a debilidad o a tontería por parte de sus adversarios...
Pasteur, en una
reunión de químicos, había puesto en tela de juicio la habilidad científica de
los naturalistas; se maravillaba, así lo decía a gritos, de que los
naturalistas no hubieran entrado en el verdadero camino de hacer ciencia, esto
es, en la vía experimental.
Podemos
figurarnos lo mal que sentaron estas palabras a los naturalistas. A Monsieur
Pouchet (Félix Arquímedes Pouchet, 1800-1872, naturalista y médico francés,
conocido por su célebre controversia con Pasteur, curiosamente en Geología,
proclamó la teoría de las creaciones sucesivas), director del Museo de Ruán, no
le agradaron especialmente, y en el disgusto se vio acompañado por el profesor
Joly (Nicolás, 1812-1885, fisiólogo y antropólogo francés, defensor de la
generación espontánea y de la evolución, trabajó con el ajolote) y por Monsieur
Musset, famosos naturalistas de la Facultad de Tolosa. Nada pudo convencer a
estos enemigos de Pasteur de que los seres microscópicos necesitaban tener
progenitores para poder vivir, estaban seguros de la existencia de la vida
espontánea, y decidieron combatir a Pasteur en su propio terreno y con sus
mismas armas.
Imitando a
Pasteur, llenaron varios matraces con infusión de heno en lugar de caldo de
cultivo, hicieron el vacío en todos ellos, y se trasladaron a la Maladetta, en
los Pirineos, prolongando la ascensión hasta llegar a una altura superior a la
alcanzada por Pasteur en el Monte Blanco y azotados por furiosas ventiscas...
abrieron los matraces... Joly estuvo a punto de caer al precipicio, pero
finalmente colocaron los matraces en una estufa de cultivo improvisada. Pocos
días después... encontraron plagados de animalitos todos los matraces...
Entonces
Pouchet, Joly y Musset desafiaron a Pasteur a realizar un experimento público
en la Academia de Ciencias, añadieron que confesarían haberse equivocado si uno
solo de los matraces dejaba de criar microbios después de haberlo tenido
abierto un momento... los enemigos de Pasteur se retiraron en el último
momento.
Pasteur ejecutó
confiadamente sus experimentos ante la comisión nombrada al efecto,
acompañándolos de observaciones irónicas. Poco después informaba la comisión:
"Los hechos observados por el profesor Pasteur
y puestos en duda por los señores Pouchet, Joly y Musset, son perfectamente
ciertos".
Resultó más
tarde que ambas partes tenían razón. Pouchet y sus amigos habían empleado
infusión de heno en vez de caldo de levadura, y un gran hombre de ciencia
inglés, Tyndall (Juan, 1820-1893, ingeniero ferroviario, colaborador de
Faraday, divulgador ameno, investigó los movimientos glaciares en los Alpes y
la presión de los hielos, sobre el estado gaseoso, la constitución molecular,
el calor radiante, el diamagnetismo...), descubrió años después que el heno
contiene pequeñísimas esporas de microbios que resisten durante horas enteras
la temperatura del agua hirviendo. En realidad, fue Tyndall quien zanjó
definitivamente esta gran disputa; fue Tyndall quien demostró que la razón
estaba de parte de Pasteur.
VII
Tenía Pasteur 45
años. Descansó algún tiempo sobre sus laureles, después de haber salvado a la
industria de la cría del gusano de seda con la ayuda de Dios y de Gernez, y
entonces elevó la vista hacia una de aquellas visiones brillantes, imposibles y
en parte siempre acertadas, que eran características de sus dotes de poeta; sus
ojos de artista pasaron de las enfermedades de los gusanos de seda a las
tristezas humanas; hizo sonar para la Humanidad doliente el toque de trompeta
de la esperanza.
"Ya que la doctrina de la generación espontánea es un
error, está en la mano del hombre lograr que desaparezcan de la faz de la
tierra las enfermedades parasitarias" - declaró...
La vida de
Pasteur se ha diferenciado cada vez más de la existencia austera y monacal que
llevan la mayor parte de los hombres de ciencia. Sus experimentos se
convirtieron en poderosas refutaciones de las objeciones que contra su teoría
microbiana brotaban de todos los sectores; se transformaron en escandalosas
respuestas públicas a estas críticas en ves de ser tranquila búsqueda de
hechos; pero, a pesar de haber sacado la ciencia a la plaza pública, es
indudable que sus experimentos fueron realizados de un modo maravilloso
alentando las esperanzas y avivando la imaginación del mundo entero. Se enzarzó
en una ruidosa discusión con dos naturalistas franceses, Frémy y Trecul, acerca
de cómo los fermentos transforman el mosto en vino. Admitía Frémy que los fermentos
eran indispensables para obtener el alcohol del mosto, pero afirmaba,
ignorantemente, ante la divertida Academia, que aquéllos nacían espontáneamente
en el interior de las uvas. Los sabios de las Academias, exceptuando a Pasteur,
se interesaban ya poco por la cuestión. Una vez más con un experimento
impecable Pasteur demostró el error de las afirmaciones a priori de
Frémy.
"Jamás nacen espontáneamente los microbios dentro de las
uvas, ni de los gusanos de seda, ni dentro de otros animales, ni en la orina,
ni en la sangre. Todos los microbios proceden del exterior" -
señaló Pasteur - "pronto sabrá el mundo los
milagros que se derivarán de éste razonamiento".
VIII
Lister, el
cirujano inglés, le envió una carta reverente a Pasteur, en la que le exponía
un plan para operar con toda seguridad a los enfermos, evitando las infecciones
misteriosas y letales que en muchos hospitales mataban ocho de cada diez
personas:
"Permítame usted - escribía Lister - que le dé las gracias más cordiales por haberme mostrado
con sus brillantes investigaciones la verdad de la teoría de los gérmenes de la
putrefacción y por haberme sugerido el principio al cual se debe el éxito de mi
sistema antiséptico. Si alguna vez viene usted a Edimburgo, creo que será para
usted una verdadera recompensa ver en nuestro hospital el gran beneficio que
sus trabajos han producido a la Humanidad".
Pasteur se
sintió tan orgulloso como un muchacho que hubiera construido él sólo una
máquina de vapor, enseñó la carta a todos sus amigos; la insertó, con todas sus
alabanzas, en sus trabajos científicos y la publicó donde menos podía
esperarse: ¡En su libro sobre la cerveza!.
I.
Durante los
veinte primeros años de la vida de Pasteur nada reveló en él la semilla de un
gran investigador; fue en aquella época un muchacho perseverante y meticuloso,
que no llamó la atención de modo especial. Pasaba el tiempo que tenía libre
pintando paisajes del río que corría próximo a la curtiduría, sirviéndole de
modelos sus hermanas, que terminaban con el cuello tieso y las espaldas
doloridas; pintó además retratos de su madre, toscos y poco halagadores, que si
bien no la favorecían, estaban hechos con mucha propiedad...
El sueco Linneo,
el clasificador más entusiasta, cuya única preocupación era catalogar todas las
cosas vivientes, se indignó ante la mera sugestión de tener que estudiar los
microbios:
"Son demasiado pequeños, demasiado confusos, nadie sabrá
nunca nada con certeza acerca de ellos. Los pondremos sencillamente en una
clase que llamaremos Caos" - dijo.
Ehrenberg
(Cristian Godofredo, 1795-1876, naturalista alemán, escribe un libro en el que
inicia los estudios acerca de los infusorios y demostró que la fluorescencia
del mar es debida a pequeños organismos) defendió a los microbios...
Pasteur en el
Colegio de Arbois. Era el alumno más joven del colegio, pero quería ser monitor
(ver sobre métodos educativos de ayuda mutua: Lancasteriano); tenía
una ambición decidida por instruir a los demás chicos y en especial, aspiraba a
tener autoridad sobre ellos. Llegó a ser monitor, y antes de cumplir los 20
años fue una especie de profesor ayudante en el colegio de Besanzón, donde
trabajó con todo ahínco e insistió en que todo mundo trabajase con la misma
intensidad que él. En largas e inspiradoras cartas echaba sermones a sus
hermanas que, bien sabe Dios, trabajaban todo lo que podían:
"Querer es una gran cosa, mis queridas hermanas -
escribía -, porque la Actividad y el Trabajo son
consecuencia generalmente de la Voluntad, y casi siempre el Trabajo va
acompañado del Éxito. Trabajo, Voluntad y Éxito llenan de un hombre. La
Voluntad abre las puertas del Éxito con brillantez y felicidad; el Trabajo hace
pasar a través de estas puertas, y al final del viaje el Éxito corona los
esfuerzos realizados".
Pasteur fue
enviado por su padre a la Escuela Normal de París, donde se proponía hacer
grandes cosas, pero la nostalgia por su terruño lo obligó a abandonar los
estudios, y regresó a Arbois, renunciando por el momento a sus ambiciones. Al
año siguiente retornó a París, a la misma Escuela Normal, y esta vez permaneció
en ella; un día, al salir conmovido de la clase del gran químico Dumas,
exclamó:
"¡Qué gran ciencia es la Química, y cuán asombrosas son la
popularidad y la gloria de Dumas!".
Cagniard de la
Tour, modesto pero original andaba manipulando en 1837 con las cubas de fermentación
de las fábricas de cerveza; recogió unas cuantas gotas espumosas de una de esas
cubas y al observarlas al microscopio notó que de las paredes de los diminutos
glóbulos de levadura brotaban yemas como las que salen de las semillas al
germinar:
"Resulta entonces, que éstas levaduras están vivas, puesto
que se multiplican como los demás seres - exclamó -, a la acción de éstas levaduras se debe la transformación
de la cebada en alcohol", y escribió un breve trabajo acerca de
este asunto. El mundo no se emocionó ante esta hermosa labor de los diminutos
fermentos, debido tal vez, a que Cagniard de la Tour no sabía hacerse reclame;
carecía del agente de publicidad que compensara su propia modestia.
El Dr. Schwann en Alemania, ese mismo
año, publicó un corto trabajo, donde, en frases enrevesadas, daba al público
aburrido, la noticia sensacional de que la carne sólo se corrompe cuando está
en contacto con animales subvisibles:
"Si se pone carne bien cocida en un frasco limpio y se hace
pasar por éste una corriente de aire que haya atravesado previamente varios
tubos calentados al rojo, la carne se conservará indefinidamente; pero si se
quita el tapón del frasco y se deja entrar el aire de la atmósfera, con sus
animalillos, pasados uno o dos días, la carne tomará un olor horrible,
plagándose de bichitos que se mueven desordenadamente, mil veces más pequeños
que la cabeza de un alfiler, y que son los que echan a perder la carne".
Pasteur, a los
26 años, después de mucho examinar montones de diminutos cristales, descubrió
que había cuatro clases de ácido tartárico y no solamente dos, y que en la
Naturaleza hay variedad de compuestos extraños exactamente iguales, que unos
son como las imágenes de otros. Cuando se dio cuenta de lo que acababa de
descubrir, salió velozmente del estrecho y oscuro laboratorio, abrazó a un
joven ayudante de Física a quien apenas conocía y, cogiéndole del brazo, le
arrastró bajo las espesas sombras de los Jardines de Luxemburgo, y allí,
atropelladamente, le explicó triunfante su descubrimiento. ¡Necesitaba
contárselo a alguien!. ¡Deseaba contárselo al mundo!.
II
Un mes después,
convertido Pasteur en colega de sabios tres veces más viejos que él, recibía
felicitaciones de los químicos consagrados. Fue nombrado profesor de la
Universidad de Estrasburgo, y en los momentos que sus investigaciones le
dejaban libre, decidió casarse con la hija del decano de la Facultad. Sin saber
si era correspondido, le escribió una carta, seguro de despertar su amor:
"Nada hay en mí que pueda llamar la atención de una
muchacha - escribía -; pero mi experiencia me
dice que los que me han conocido bien, me han querido mucho".
Ella aceptó y
llegó a ser una de las esposas más célebres y más sufridas, y en cierto modo,
también una de las más felices...
Habiendo asumido
Pasteur la responsabilidad de cabeza de familia, se entregó a su labor con
redoblado esfuerzo; olvidando los deberes y las galanterías propias de un
recién casado, hacía día de la noche:
"Estoy al borde de descifrar muchos misterios -
escribía por aquel entonces -; el velo se vuelve
cada vez más tenue; las noches se me hacen demasiado largas. Madame Pasteur me
riñe con frecuencia, pero yo le aseguro que la conduciré a la fama".
Madame Pasteur,
esperándole, permanecía noches enteras en vela, asombrada ante aquel hombre,
sin perder la fe en él, escribía a su padre:
"Ya sabes que si tienen éxito los experimentos a que está
dedicado, tendremos otro Newton o un nuevo Galileo".
Lo que no
sabemos es si ésta opinión de Madame Pasteur acerca de su marido era suya
exclusivamente, pero de todas maneras, no fue confirmada en ese año, pues los
experimentos no dieron resultado.
En Lille (Lila),
prosaica ciudad de destiladores, cultivadores de remolacha y comerciantes en
maquinaria agrícola, fue donde empezó la gran campaña de Pasteur, que tuvo
tanto de romanticismo científico, cuanto de agitación religiosa y política...
Demostró al mundo la enorme importancia de los microbios, y con esta actividad
despertó a partidarios fanáticos y a enemigos encarnizados; su nombre apareció
en las primeras planas de todos los periódicos; fue desafiado varias veces; el
público se burlaba de sus "queridos" microbios, mientras que sus
descubrimientos estaban salvando la vida a sinnúmero de parturientas. Fue en
Lille donde empezó el vuelo que había de conducirle a la inmortalidad.
Los grandes
industriales de Lille le dijeron:
"Lo que queremos saber es si la ciencia recompensa la ayuda
que recibe. Consiga usted elevar el rendimiento en azúcar de las remolachas;
dénos una mayor producción de alcohol, y entonces verá cómo le ayudaremos a
usted y a su laboratorio".
¡Imaginemos a
una comisión de hombres de negocios preguntando a Isaac Newton en qué medida
iban a favorecer las leyes de la gravitación a los altos hornos!. Aquel tímido
pensador, habría levantado los brazos al cielo y se habría dedicado a estudiar
la significancia de las profecías del Libro de Daniel; Faraday habría vuelto a
su primitiva ocupación de aprendiz de encuadernador; pero Pasteur no se
amilanó; como hijo del Siglo XIX, comprendía que la ciencia tenía que ganarse
la vida, y empezó por hacerse popular dando a los habitantes de Lille
conferencias emocionantes sobre temas científicos:
"¿En qué muchacho de vuestras familias no se despertarán el
interés y la curiosidad si se le pone una patata en las manos y se le dice que
con ella puede fabricar azúcar, con el azúcar, alcohol, y con el alcohol, éter
y vinagre?" - decía cierta noche, lleno de entusiasmo, ante un
auditorio de prósperos fabricantes y sus mujeres...